Durante la década de 1920, una recién creada URSS decidió adoptar el ajedrez como deporte oficial que serviría para demostrar al mundo que el nivel mental de los soviéticos era muy superior al de los demás. Debido a que era una actividad no limitada por el azar, en la que la estrategia y la inteligencia eran fundamentales, y que su práctica estaba al alcance de cualquier persona independientemente de su clase social, fue la herramienta perfecta para simbolizar la fortaleza del comunismo.
Es por ello que se montó una mastodóntica infraestructura, desconocida hasta entonces, para que el ajedrez llegara a millones de personas en todo el territorio, y que provocó gracias a un sistema de recompensas y (duras) sanciones, que la URSS mantuviera durante décadas una indiscutible hegemonía.
Pero nadie contaba con que un americano, autodidacta en su formación y de comportamiento excéntrico e infantil, arrebatara el cetro mundial a los soviéticos en plena guerra fría. Ese particular “héroe” fue Bobby Fisher, quien después conquistar aquel campeonato del mundo en 1972, se retiró de la vida pública y no volvió a competir de manera profesional.
Años más tarde sería despojado de su título al no presentarse a defenderlo frente al aspirante, Anatoli Karpov. No importó, por méritos propios ya formaba parte de los más gloriosos anales de la historia.